CUENTO: Ascensión, por Jorge De Abreu

El ascenso de un balde de agua y el ascenso de un discípulo por la ladera de la montaña son los elementos que marcan el comienzo de un nuevo ciclo vital. La desaparición del maestro tendrá, también, consecuencias en la configuración estelar.



El anciano escuchó el chapoteo del balde sobre el agua, abajo, en la profundidad del pozo, y esperó un rato mientras el recipiente se llenaba; luego comenzó a izarlo lentamente con la vieja soga enmohecida.

—Tendré que cambiarla —sonrió con ironía, pero le prestó escasa atención a esa fútil urgencia y se dedicó a tirar con paciencia de la cuerda.

Hacía una noche de fresca humedad. Un leve viento susurraba desde el este y se le colaba entre la barba cana. De vez en cuando presentía, más que escuchar, los débiles quejidos de la soga bajo el peso del balde lleno. No tenía prisa y sus brazos estaban acostumbrados a ese trabajo. Nadie en la ciudad de Orksan se podía explicar ese capricho suyo de usar la fuerza física, pero él disfrutaba cada segundo de vida, de oxígeno y de olor a hierba y piedra húmeda.

Se asomó al borde del pozo y trató de atisbar en la oscuridad el final de la cuerda y el balde, pero aún permanecían sumergidos en lo más profundo y la cuerda desaparecía engullida en la negrura. A sus espaldas se erguía la montaña y en ella la fuerza dormida de su discípulo. Sentía el puntito pulsante de energía de su pupilo ascendiendo la inmensa cuesta serrana. Sonrió y se hizo a sí mismo una apuesta sobre quién llegaría a la meta primero: si Aksun o el balde. Con ansiedad redobló sus esfuerzos tirando con más fuerza de la cubeta, ilusa esperanza de que así apuraría el encuentro de Aksun con su destino.

No había dudas en su corazón, sólo expectativas y nostalgia. Después del largo camino recorrido no le quedaban más que los recuerdos y pronto éstos ya no serían suyos sino de Aksun. Las eras de espera y glorias efímeras llegaban a su final; en minutos, en horas o en días, su discípulo Aksun hallaría el poder en su interior y liberaría su propia era. Si acontecía antes o después de que sacara el cubo de agua tenía poca importancia, sería apenas una brizna de su propia existencia. Su larga vida pronto terminaría, igual que la de su maestro trescientos treinta y ocho años antes, cuando él también comenzó a subir esa misma montaña. En aquella ocasión, su maestro había optado por el melodrama de la arenga pública y todo el pueblo lo había escuchado con los ojos húmedos hasta el final. Él, en cambio, no se había despedido de su gente porque, a pesar de su pronta partida, sabía que jamás los dejaría.

Alzó la vista al cielo nocturno sin dejar de subir la carga: todavía era un cielo solitario, negro, denso. Escasas hilachas de nubes, que no alcanzaban a ocultar las únicas estrellas de ese universo, se movían perezosas en el cenit. No necesitaba contarlas, sabía que allí estaban todas: cuarenta y ocho. Se preguntó cómo sería un cielo de mil estrellas, o de diez mil. Algún día el firmamento estaría lleno de ellas. Ahora eran cuarenta y ocho, todas distintas. Las había brillantes, otras eran enormes. Algunas eran de un blanco cegador, otras azules o rojas o verdes. Por un momento detuvo la ascensión del balde, la cuerda crujió y se estremeció, pero su pulso no cedió. Su estrella aún estaba incompleta y brillaba trémula. Era sólo un reflejo de su existencia terrena, pero pronto moraría en ella por siempre. Suspiró y volvió de nuevo a la tarea. Sintió las gotas de sudor que se deslizaban por la curva de su espalda y la brisa oprimió la ruda túnica contra su cuerpo empapado.

Ya no podía hacer más nada por Aksun, le había transmitido todo su conocimiento. Ahora le correspondía a su aprendiz el completar el camino y añadir una nueva estrella al firmamento.


Aksun venía del sur, así como él mismo había venido del oeste tanto tiempo atrás a ver al anterior maestro de Orksan. Aún antes de la llegada del joven, había sentido su presencia en el camino a la ciudad. Creyó estar preparado para ese momento, pero el tiempo lo había ablandado a la vida y su rutina y sintió algo parecido al temor. Recibió a Aksun en el templo. No necesitaron presentarse en aquel primer encuentro. El muchacho se detuvo en el umbral e inclinó la cabeza. Él se encontraba sentado al fondo del salón, en las sombras; no se movió y su voz fue neutra cuando dijo:

—Tus habitaciones están al final de las escaleras. La comida se sirve a las seis.

Eso fue todo, más de trescientos años de espera y no se le ocurrió decir nada más.

Poco habló con su discípulo los primeros días. Se enteró de que provenía de las provincias de Dransel al sur, que su nombre era Aksun Beronías de Dransel, tenía veintidós años y hacía dos que conocía su destino. Se maravilló en silencio de la terquedad de su pupilo para resistir durante tanto tiempo el llamado. En lo poco que habló con él, le orientó sus lecturas y le permitió el beneficio de los silencios del valle y las grandezas de la montaña. Las comidas fueron la oportunidad de Aksun para arañar costras de conocimiento y atisbos de poder en los ojos antiguos de su reticente maestro.

Más de seis meses después del arribo de Aksun, había llegado a convencerse de la necedad de su senil resistencia. Se hallaba en sus días finales y eran tonterías de viejo resistirse al destino que condujo a Aksun hasta su puerta. Esa tarde había tomado la decisión frente al mismo pozo donde ahora se encontraba parado, pero en aquella ocasión mirando las montañas y no la sima en penumbras. Optó por dejar de resistir y le dijo adiós a Orksan, su pueblo.

Aquella noche habló realmente por primera vez con Aksun. Le habló de las estrellas, en orden, de cada una de las primeras cuarenta y siete, pero se guardó para sí la cuadragésimo octava. A la mañana siguiente comenzó a pasear con su alumno por las calles de la ciudad. La gente los veía juntos en el mercado o en el valle, los veía hablando como maestro y discípulo, conversando sobre cosas que sólo a ellos competía. Por las noches, los más sabios del pueblo lloraban la pronta partida del maestro y algunos tenían bastante corazón para permitirse pensamientos de simpatía por el joven Aksun.

Ayer por la tarde se había sentado por última vez junto a Aksun en la plaza mayor, estuvieron hablando cosas sin importancia hasta bien entrada la noche. Al final, justo antes de separarse, tomó la mano de su joven pupilo y le dio las últimas indicaciones. Había comprendido que su camino no lo llevaba al final, sólo conducía al de Aksun. No era el fin, sino otro comienzo.


Con una sacudida final vio el balde surgir de las penumbras del pozo. De las montañas llegó una poderosa onda vibrante que golpeó su cuerpo. Aksun lo había logrado. El maestro sonrió y apenas logró musitar:

—Buena suerte, muchacho.

Su cuerpo se atomizó en brillante luz y fue a habitar en su lugar en el cielo. El balde, sin nadie que lo sostuviera, se precipitó y fue a dar contra el agua del fondo. Después todo quedó solitario y en silencio.

Aksun comenzó a descender de la montaña: había lágrimas en sus ojos. Sabía que ya no habría nadie esperándolo en el templo. No levantó la vista al cielo, no era necesario, una de las estrellas había cobrado más fulgor y una nueva, recién nacida, brillaba ahora en el cuadrante noroeste.

Aksun ahora era el maestro, dedicaría su vida a su pueblo y aguardaría con paciencia la llegada de su sucesor. En el cielo brillaban cuarenta y nueve estrellas.

© 2007 Jorge De Abreu
© 2007 William Trabacilo (ilustración)

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Conversación en la Forja

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