CUENTO: Nochebuena, por Erath Juárez Hernández


Estaban reunidos todos los niños alrededor del abuelo. Todos lo miraban callados, con los ojos bien abiertos. Como cada año en la cena de Nochebuena, el abuelo les contaría un cuento navideño.

—Abuelo, cuéntanos esta vez uno de terror —dijo el mayor, un niño bastante rebelde y que odiaba tener que estar ahí con todos los chiquillos.

—¿Uno de terror en Nochebuena? —preguntó el abuelo. El rostro le cambió, como si hubiera recordado algo que pensaba ya estaba enterrado en el baúl de los recuerdos. Tragó saliva.

—Siempre cuentas las mismas niñerías —contestó el joven malcriado.

El abuelo entonces recordó, se vio a sí mismo en la misma situación, sesenta años atrás, cuando en una cena igual a ésa le hizo la misma propuesta a su abuelo.

* * *

—Abuelo, ya me cansé de escuchar lo mismo de siempre. Cuenta el del mendigo que asesina en Navidad. ¿Por qué nadie quiere contármelo?

En la sala, los demás adultos celebraban, comían y bebían alegres. Intercambiaban regalos y abrazos.

—No sabes lo que estás diciendo, chamaco malcriado —dijo enojado el anciano—. No es bueno hablar de esas cosas.

—Por favor, abuelo —insistió. Luego se acercó y le dijo al oído—: Si no me lo cuentas tendré que decirle a la abuela lo que tienes escondido en el ático.

El viejo se quedó perplejo, el endemoniado chiquillo lo tenía atrapado. Se arrepintió de no haber quemado esas revistas que le había regalado su compadre el mes anterior. Luego de pensarlo por un rato y, sin tener más remedio que contarle la historia, le dijo en voz baja:

—Está bien, pero debes prometerme una cosa. Pase lo que pase, escuches lo que escuches, no abras la puerta de la entrada. No dejes que nadie lo haga. Esta historia no debes contársela a nadie, porque cuando lo haces, él se aparece y si no le entregas lo que te pide, pueden pasar cosas muy malas.

El niño asintió con la cabeza. Estaba seguro de que lo querían intimidar. Es puro cuento, pensó.

—Está bien, te lo prometo. Ya no la hagas de emoción.

Y el anciano, después de beber un gran sorbo de tequila, empezó a narrar la historia.


Dicen que por estas tierras, hace muchos años, se encontraba una familia de gran abolengo y mucha riqueza celebrando Nochebuena. Todos estaban muy contentos. Gracias a que las cosechas de ese año habían sido abundantes, hubo regalos para todos. La mesa estaba llena de los más exquisitos platillos y de botellas de los mejores tequilas. Pero mientras ellos se divertían, en un lugar cercano una familia humilde se moría de frío y hambre. El jefe de familia, un campesino de piel morena, lloraba junto al metate donde su esposa y su único hijo yacían postrados, moribundos.

—Aguanta, viejita. No te mueras. Mijito, por favor. Voy a buscar ayuda.

El pobre hombre corrió descalzo en la oscuridad de la noche, iría a visitar a su patrón. Sólo él podría ayudarle, no necesitaba más que algo de comer y una cobija, un poco de leña, cualquier ayuda que le pudiera arrebatar a sus seres queridos de la muerte.

Golpeó la puerta, pero adentro nadie lo escuchaba. Hasta que por fin abrieron.

—¿Qué deseas, Maclovio? ¿Qué horas son éstas de estar molestando?

—Mi familia se muere de hambre, patrón, vine a ver si puede ayudarme.

—Mañana dile al capataz que te dé algo de lo que sobre de la cena, ahorita nos estamos divirtiendo y ya sabes que no me gusta que me vengan a molestar...

—Pero, patroncito...

Recibió un portazo como respuesta. Sintió que el mundo se le deshacía en las manos, no pudo más. Corrió hasta el establo y agarró un hacha. Entró por la puerta de servicio. Mató a toda la familia, los hizo pedacitos. Al patrón no le pudieron sacar el hacha de la cabeza. Pero cuando llegó a su jacal fue demasiado tarde, su esposa y su hijo habían dejado de sufrir. Se acostó junto a ellos y ahí lo encontraron al otro día. Así los enterraron, porque no pudieron separarlos.

Y, desde entonces, si en Nochebuena alguien cuenta esta historia, no debe dejar que abran la puerta.


—¿Es todo? —preguntó el muchacho.

No habían pasado unos minutos cuando se escuchó que llamaban a la puerta. El niño se quedó helado de la impresión. Corrió y se encerró en su habitación. Ya no escuchó la risa del abuelo. Nunca volvió a mencionar el asunto.

* * *

—¿Nos lo vas a contar o no?

—Dime, ¿has ido al ático últimamente?

—No, abuelo. ¿Por qué?

—Olvídalo, no me sé ninguno de terror. Así que te aguantas.

© 2006 Erath Juárez Hernández

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Conversación en la Forja

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