CUENTO: La durmiente, Paula Irupé Salmoiraghi

Una fuerte dosis de exitismo, sumada a una alta confianza en sí mismo y en sus objetivos, puede hacer del protagonista de esta historia todo un héroe épico... O puede enfrentarlo a algo que quebrará su soberbia.



—Veni, vidi, vici —dijo él.
—¿Incluso en la batalla contra el tiempo? —pregunté yo.


La habitación palaciega estaba bien iluminada y un hermoso fuego ardía en la amplia chimenea. Pero el pequeño príncipe que era amo y señor de todo aquello no era del todo feliz:

—¡La historia de la rana y el cuervo! ¡La hormiga buena y el bicho malo! ¡El ogro feo y el burro apestoso! ¡Estoy harto de tus fábulas y sus moralejas, niñera! —El delfín se levantó con un gesto de fastidio mientras la vieja dama que lo cuidaba, acostumbrada a sus berrinches, seguía leyendo. Trató de treparse al alféizar de la ventana de su cuarto para mirar hacia afuera. No logró su objetivo. La abertura de vidrios trabajados por los mejores artesanos estaba muy alta y el pequeño Alfredo era altanero y caprichoso, pero sólo tenía siete años de edad. Quizás fuera éste uno de los primeros episodios en su vida que marcarían su férrea voluntad, su deseo inclaudicable de conseguir lo que se le antojara, de vencer siempre las dificultades, de no dejar “plaza fuerte” sin conquistar.

Se dijo a sí mismo que su altura, su edad, su aún débil musculatura no serían un obstáculo para alcanzar, algún día, aquella ventana. Volvió a sentarse en el almohadoncito que le estaba destinado a los pies de la niñera, no con resignación sino con una profunda convicción interna de que aquel logro estaba en su futuro.

Pensó que nadie prestaba atención a sus reclamos ni a sus necesidades más profundas: la nana seguía leyendo, sus tías seguían regalándole aquellos libracos, su madre seguía dejándolo en aquel cuarto enorme y su padre seguía enviándole maestros selectamente elegidos pero que le resultaban insulsos y faltos de iniciativa.

—¿Es que no hay historias de príncipes que montan a caballo, sacuden espadas, persiguen enemigos y conquistan reinos? —comenzó a decir como para sí mismo, seguro de que la niñera no le respondería tal como era su costumbre.

—Su Alteza debe tranquilizarse —dijo inesperadamente la vieja y Alfredito la miró directamente a la cara en señal de lo poco habitual que era aquella reacción—. Puedo contarle un cuento especial, si quiere. —El niño sopló desilusionado, pero decidió someterse una vez más porque no veía qué más podía hacer y porque la sola presentación del cuento como "nuevo" era una agradable ruptura en la rutina de lecturas didáctico-moralizantes.

La voz monótona comenzó a hablarle de una hermosa princesa que vivía en un hermoso castillo y que había sido condenada a dormir durante cien años hasta que el beso de un príncipe, que había atravesado reinos y bosques para encontrarla, la despertara. El personaje fue un deslumbramiento para el niño: se imaginó a sí mismo galopando por praderas soleadas, derrotando dragones invencibles, sometiendo a todas las villas que atravesaba, enfrentándose con la malvada hechicera que finalmente le franqueaba la entrada a la torre de su amada. No imaginó aún el encuentro con los labios de la durmiente porque ya habría tiempo para eso en los próximos diez años, los próximos inviernos en que aquel cuento, aquella mujer dormida, aquella torre a conquistar, aquel reino a descubrir se transformaron en el único pensamiento en su cabeza, el único móvil para su entrenamiento como jinete, como guerrero, como enamorado solitario, como poeta.

Luego de aquella primera lectura del famoso cuento, el príncipe no dejó pasar un día sin hacérselo releer a la vieja que veía cumplidos sus deseos de tener al pequeño demonio quieto, o de leerlo por su propia cuenta en la soledad de su recámara. Alfredito jamás creyó que aquello era “mentira”, jamás pasó por su mente la idea de llamar “fantasía” a aquella narración y a aquellos personajes soberbios; lo que hizo fue eliminar los rasgos del joven que se acercaba a la doncella para reemplazarlos por los suyos propios. También agregó algunos episodios bélicos y algunas batallas personales por el camino que demostraran, con lujo de detalles, su valentía y arrojo. Escribía, además, poemas de amor para aquella que dormía esperando a su príncipe, esperándolo a él. Nunca le puso un nombre a la doncella, siempre la llamó “mi reina”, “mi amada”, “mi bien” o “mi dulce daño” según la inspiración o el plagio encubierto que sus lecturas le permitieran.

Diez años de moler entre los dientes estas imágenes, de rumiarlas en su mente recalentada por halagos y abandonos familiares y cortesanos, fueron suficientes para que, cuando llegó a la edad de concertar matrimonio, rechazara a todas las princesas y damas de alta alcurnia que le fueron presentadas. Que todas eran muy bellas, les dijo con un tono burlón que imitaba el del espejo cruel de otra reina de cuento de hadas, pero que ninguna era como la doncella que él iría a rescatar: todas habían vivido antes de conocerlo, todas tenían sus costumbres y su propia vida, ninguna lo había esperado dormida durante cien años.

Una mañana que cumplía con sus ideales en cuestión de colores en el horizonte, de temperatura agradable, de pájaros piando rítmicamente, se despidió Alfredito del Rey y de la Reina y se lanzó a los llanos y a los montes para encontrar a quien debía encontrar y conquistar y vencer a todos los que debía conquistar y vencer antes de caer en brazos de quien lo reconocería como el primero y el único en besar sus labios dormidos. Si los montes fueron de desilusión y los valles de tristeza, si los desiertos lo llenaron de soledad y los mares de engaños, si las selvas eran de lujuria y los pueblos de aburrimiento, no se lo contó a nadie y ningún cronista ni juglar se atrevió a registrarlo. Él mismo compuso y cantó sus romances, sus coplas, sus odas y elegías, él mismo ideó y difundió su leyenda. A los que se le rieron en la cara y lo acusaron de loco les recordó que muchos “locos” habían logrado sus altos objetivos mientras otros “cuerdos” eran enterrados por el tiempo y la tierra estériles. Se burló de todos los que le ofrecían sus hijas o hermanas para casarse o para pasar la noche. Rechazó todo contacto con mujer que no estuviera en torre protegida por dragón y bajo hechizo de malvada bruja. Después de mucho tiempo y cuando ya todos los aldeanos lo reconocían como “el príncipe chiflado” o “el loco de la durmiente” pero lo llamaban “Su Alteza” o “Mi príncipe conquistador” en su presencia, Alfredito llegó al pie de un gran bosque donde creyó reconocer las imágenes tan perseguidas. Olió el aire y su corazón le dijo que había llegado, tocó la corteza de los árboles y los latidos de su sangre se lo confirmaron. Desenvainó su espada (¿quién notaría en ella el óxido y la falta de filo?) y cortó de un golpe que quiso ser enérgico algunas ramitas secas que se le cruzaron delante de la cara. Espoleó a su caballo que relinchó más por la sorpresa de la prisa de su amo que por el dolor en las costillas marcadas por la delgadez. Rocín y jinete avanzaron con una resolución poco visible, pero resolución al fin. Era extraño no encontrar a la malvada hechicera que les cerrara el paso, pero imaginaron que la vieja cobarde había renunciado a sus intenciones al descubrir lo inevitable del encuentro del gran Alfredo con su bella.

Llegó así Alfredito al castillo. Era viejo, sus paredes eran casi polvo, su gran puerta decrépita cedió ante su paso. ¡Había llegado al fin! Lo que le esperaba de allí en adelante era sólo la directa consecuencia de toda su vida de héroe: verla, besarla y llevarla consigo como merecida conquista.

Gruesas telarañas se le colgaban de los pómulos huesudos y de los hombros encorvados , pero él se veía a sí mismo en la mejor escena de su vida. Veía brillar su armadura y las luces del castillo abandonado, veía a los aldeanos juntándose a la salida del castillo para vitorearlo cuando bajara las escaleras con su bella en brazos, cuyo vestido de gasa blanca ondearía en la brisa vespertina.

Los peldaños de la escalera sonaron a muerte postergada y amenazaron con arrastrarlo en su caída, pero Alfredito no lo notó. Tampoco percibió el olor a humedad, a podredumbre, a ilusión profanada, a vida desperdiciada. Él solamente sabía que cada pasillo, cada puerta estaba en el lugar en el que él lo había soñado. Y disfrutaba de su marcha triunfal hacia la victoria. Corrió (¿corrió?) hacia la última puerta, la que tantas veces había creído alcanzar en sueños. La empujó con lentitud y cerró los ojos sumido en el éxtasis más profundo. Allí estaría ella: dormida, hermosa, pura, radiante, inerme, esperando su beso desde hacía cien años.

Entró a la habitación: no había allí aroma de jazmines ni de juventud dormida, ni pífanos que anunciaran su gloria ni música de final feliz. Sólo vio una luz amarillenta y enfermiza y en el centro de la habitación una anciana, un cuerpo animado sólo por un tartamudeo de vida, por un castañeteo de esperanzas muertas. La vieja estaba encogida sobre su falda, plegada sobre sus piernas, achicharrada como si hubiera estado en esa posición... ¡cien años!

Al sentir los pasos de Alfredo levantó la cara hacia él: un pergamino reseco surcado por negras escrituras olvidadas. Abrió la fisura que tenía por boca y una estruendosa y tétrica carcajada golpeó sin piedad al anciano que la miraba sin comprender, al pobre viejo que bajó las escaleras a los tumbos y que, enloquecido de dolor e impotencia, huyó trastabillando del castillo.

© 2007 Paula Irupé Salmoiraghi
© 2007 William Trabacilo (ilustración)

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Conversación en la Forja

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