CUENTO: Cangrejos en la playa, por Miguel Humberto Hurtado

La nave se desplazaba rutinariamente, de acuerdo con el plan de vuelo. Todo parecía normal, pero los pilotos se notaban levemente tensos. Estaban llegando al punto en el cual deberían mantener el rumbo para entrar en órbita, o aprovechar el efecto rebote para retirarse de los alrededores del planeta y regresar a la Tierra. Hasta ese momento la misión había sido exitosa. Si retornaban no sería un inconveniente, pero lo deseable era completar el estudio del planeta, primero al que llegaba tan cerca el ser humano. Mientras preparaban lo necesario para el punto crítico, conversaban para pasar el tiempo.

—¿Decías que querías tener una hija con Elena? —preguntó Marcos a Rubén.

—Sí, claro. Apenas llegue me pondré en eso —rio—. Si me dejan.

—Y aprovecharás tu casa de la playa. La tienes fácil.

—Como te dije… No solo fácil, sino que Elena es una belleza como mujer y como persona. ¡Será maravilloso que además de lo que hemos disfrutado, tengamos una niña!

—¿Niña? ¿Y eso?

—Realmente estoy obsesionado con tener una hija tan bella como Elena… y con su lunar especial.

—¡Ah, caramba! ¡Y además con un lunar!

—¿No te había contado? Elena tiene un lunar en forma de estrella, aquí. —Rubén se señaló debajo de la oreja izquierda.

—Bien por tus gustos.

—Es que se le ve bien bonito. Y lo de la estrella no tiene nada que ver con que yo sea astronauta.

La conversación intentaba eliminar la tensión del momento de la toma de decisiones. Se mantuvo de esa manera hasta que tuvieron que pasar a la acción.

Marcos estaba atento a la pantalla que mostraba la descodificación de las señales de los sensores, convirtiéndolas en imágenes familiares. Lo sorprendió un poco la voz de Rubén, que estaba comprobando los controles.

—El calor está aumentando.

Marcos pensó que el comentario estaba fuera de sitio. El cambio de temperatura era una figura continua y por lo tanto esperada. No hizo mucho caso.

—Excelente. Debe ser la consecuencia de la cercanía.

—No. Te digo que está aumentando de manera anormal.

—Pero recuerda que el planeta no tiene actividad. La curva de temperatura debe ser la esperada por el computador —Marcos fijó la vista en la pantalla—. No es notorio en la representación del computador. Y no hay señales aparentes de cambios bruscos.

—Pues no me extrañaría si apareciese hasta una tormenta.

Los ojos de Marcos se abrieron como respuesta de asombro ante lo que vio en la pantalla. Instintivamente giró la cabeza en dirección a Rubén, pero lo notó concentrado en los diversos controles.

—¡Voltea!

Rubén observó primero a Marcos, sin entender el tono de sorpresa, y luego a la pantalla. Las imágenes representaban una tormenta.

—Anda, Rubén. Dime qué cosas estabas haciendo en los controles, o qué valor estabas leyendo.

—Nada. Lo de la tormenta fue un decir.

—¿Seguro?

—Claro… —titubeó—. Bueno… realmente fue como… como una premonición.

La mirada de Marcos fue dura.

—Verifica los componentes. Veamos de qué se trata.

Mientras Rubén comenzaba a manipular los controles, Marcos cambiaba los esquemas de codificación de la pantalla.

—No se nota variabilidad ni hay elementos nuevos —dijo Rubén.

Marcos analizaba los cambios en la pantalla y reflexionaba sobre el programa de computadoras encargado de su manejo. Los complejos cálculos presentaban dos formas de visualización. La primera era el conjunto de señales e indicadores tradicionales, en las cuales el piloto y su asistente podían visualizar cada resultado de los sensores, junto con los cuadros que relacionaban las señales. Hasta que un ingeniero materializó la iniciativa de conectar los esquemas mentales interpretativos de cada persona al computador. Entonces, la enorme cantidad de datos numéricos se convertía en imágenes familiares para los pilotos, bajo el viejo adagio “una imagen vale más que mil palabras”.

¿La tormenta sería influenciada por el pensamiento de Rubén?

—Los códigos de las señales no reflejan nada anormal. ¿Y el cambio de temperatura que nombraste antes?

—Claro, se refleja. Pero no te lo mencioné porque se mantiene estable, dentro de lo que aumentó.

—¿Será que hay actividad dentro del planeta? ¿El aumento de calor lo toma el computador como una tormenta? ¿Por qué tú nombraste una tormenta?

No hubo respuesta. Marcos cambió nuevamente la forma de representación. Allí estaba la tormenta. Y parecía ser más fuerte.

—¿Qué dicen los controles? —preguntó a Rubén.

—Volvió a aumentar la temperatura.

—No puede ser. Si el planeta está inactivo, los controles deben estar funcionando mal.

—O realmente el planeta no está inactivo.

Marcos pareció pensarlo.

—Imposible. A menos que…

—Que estuviese en reposo —interrumpió Rubén—. Que nos haya detectado algún ser inteligente… y esté reaccionando.

—¿Reaccionando? ¿Quieres decir, atacando?

Los nervios comenzaron a invadirlos. Si no reaccionaban rápido, pudieran no tener tiempo para manipular la nave y escapar del supuesto peligro.

—Sí… con naves y armas —bromeó Rubén.

Marcos comenzó a asustarse. La pantalla se estaba llenado de objetos parecidos a ¡naves espaciales!

—¡No puede ser! ¡Debe ser efecto del calor!

—¡El calor sigue en aumento!

La pantalla había comenzado a cambiar de color.

—¡Retrocede! —gritó Marcos—. ¡Tenemos que retirarnos! ¡Apúrate!

El calor comenzó a sentirse físicamente. Ya no era solo el programa de representación, puesto que éste solo brindaba información visual generada. El calor era real, y el peligro había pasado a una fase de riesgo inminente. Las medidas de refrigeración de la nave se hacían insuficientes. La distancia entre ellos y el planeta comenzaba a crecer, pero el calor también aumentaba.

Marcos intentaba encontrar una explicación, alguna relación que le brindase una posible salida, mientras ayudaba a Rubén en el pilotaje de la nave. No podía ser un ataque. No había actividad en el planeta. Tenía que ser alguna forma de energía, pero de serlo, era inducida. No podía ser de otra forma. Mientras sentía el efecto del calor y trataba de aumentar la velocidad de la nave, revivió la secuencia de hechos relacionada con la emergencia. Por supuesto, todo comenzó con la cercanía al planeta. La temperatura estaba normal, hasta lo de la tormenta… ¿Tormenta o premonición? Ya no sabía si la premonición había causado la “tormenta” o si la tormenta se había reflejado en la “premonición”. ¿Qué era lo real? Rubén decía no haber tenido experiencias premonitorias, y tendría que ser cierto. Los programas espaciales eran muy cuidadosos en el estudio de las potencialidades del personal.

La velocidad de la nave no parecía ser suficiente. Marcos no sabía cuál era su velocidad de pensamiento, pero sus gestos delataban la tensión mental a la que se encontraba sometido. Siguió su análisis desesperado. La computadora había interpretado lo que los sensores decían, independientemente de lo que Rubén pensara. A menos que… A menos que lo que Rubén pensara influyera… ¿en los sensores? No. Tenía que ser en el planeta. En su energía. Pero eso no era posible. ¿O sí? ¿Si era energía, era manipulable? Sorprendido, miró en rápida sucesión a Rubén y a la pantalla. La pantalla mostraba los valores de los sensores. El rostro de Marcos parecía entrar en un acelerado proceso de comprensión, en una especie de mecanismo de aferrarse a cualquier cosa que les permitiese sortear la situación. Creyó que su cerebro establecía una posible conclusión, pero la supervivencia era primero que el análisis. Le gritó a Rubén:

—¡Piensa en la playa! ¡Piensa en Elena!

Mientras la nave aumentaba la velocidad, la imagen en la pantalla mostraba los códigos de los sensores. Rubén gritó:

—¡Máxima velocidad!

Marcos, mientras daba apoyo en la conducción de la nave, cambió la visualización de la pantalla. Alcanzó a ver como si se acercasen a un mar, a una playa cálida, pero fresca. ¡La tormenta había dado paso a la placidez! ¡Había resultado! Nuevamente, la supervivencia pudo más que el análisis. Marcos dejó su asombro a un lado para concentrarse en orientar la nave a salir del peligro.

La imagen en la pantalla mostraba un cielo surcado de estrellas, un rumbo cuyo destino final era la Tierra.


—Por fin, ¿estás de acuerdo con el informe? —preguntó Rubén.

—Claro. Dice que tuvimos señales e imágenes simuladas de cambios de temperatura, y de actividad inesperada y dirigida a la nave. Nada de eso es falso —respondió Marcos.

—Y que escapamos gracias a la velocidad de la nave.

—Allí me parece que se te olvidó mi grito.

—Sí, claro. Seguramente creerás que voy a colocar en el informe que nos salvamos porque tú me dijiste que pensara en mi mujer.

—No viste la imagen en la pantalla. Era una playa.

—¿Insinúas que el planeta, o sus seres, o yo, manipulábamos el calor?

—No lo sé. Pero tú hablaste de premoniciones. ¿Tenías premoniciones en la Tierra?

—¿Tú crees en eso?

—La pregunta no es si yo creo o no. ¿Las tenías?

—No las tenía. Ya te lo dije. ¿A dónde quieres llegar?

—Eso es lo grave. Que sé que lo dijiste. Si no es premonición, si no fue el planeta, o lo que sea, fuiste tú.

—¿Y qué crees que hice yo?

—Influiste sobre la energía.

—¡Ja! ¿Sobre la energía? La única energía posible era la del planeta. ¿Insinúas que yo la manipulé? ¿Ya no es premonición, sino “telequinesis energética”?

—En primer lugar, si es que existe, ¿la telequinesis no sería una forma de manipulación de energía? En segundo lugar, si no tenías esas potencialidades, la conclusión es evidente… y peor. El planeta influyó en ti para que lo hicieses…

—¿Insinúas que… me contaminó?

—Tú lo dijiste, no yo.

El silencio se hizo pesado. Rubén lo rompió primero con la mirada, y luego con sus palabras:

—Bueno. Ya lo hemos discutido varias veces. Dejemos que sean los expertos los que analicen la evidencia. Pero no colocaré eso en el informe.


Como siempre, la gente aprovechaba el momento de refrescarse en la playa. Cerca de unas grandes piedras, uno de tantos visitantes descansaba del fuerte sol. La sombrilla le daba la protección que necesitaba para leer su libro, algo relacionado con la biología. Había dos niños jugando cerca de él, ambos de una edad entre ocho y diez años. Alcanzó a escuchar la conversación.

—Ven. Vamos a jugar con los cangrejos —dijo la niña.

—Los cangrejos no salen. No hay casi agua.

—Ellos son mis amigos. Verás que vienen a jugar con nosotros.

El visitante sonrió ante la conversación de los niños. Como hablaban de su propia especialidad, entendía el diálogo escuchado. Lo que el niño decía era cierto. Los cangrejos saldrían en la noche, cuando la marea fuese mayor. Claro, los chicos estaban jugando. Se olvidó de ellos y se concentró en la lectura, hasta que le llamó la atención la voz del niño.

—¿Cómo lo hiciste?

—Te lo dije. Son mis amigos.

El biólogo miraba, levemente sorprendido. Los cangrejos estaban allí, y los niños jugaban con ellos. Sin entender, miró las piedras. La marea, de una manera no explicable, parecía haber subido. Volteó a ver a los niños. No notó nada anormal. Sin entender todavía hizo una señal como apartando a un lado el problema, más interesado en reanudar su lectura. Pero lo interrumpió el tono de discusión:

—¡No son tus amigos! ¡Es casualidad! Los cangrejos salen cuando no hay agua.

El biólogo sonrió pícaramente. ¡El niño intentaba confundir a la niña! Tomó interés.

—¿Ah, así es? ¡Ya verás!

Ante las palabras de la alterada niña, inexplicablemente, el mar pareció retirarse. Una señal de temor se reflejó en el rostro del visitante, que levantó la vista viendo cómo el resto de los bañistas se había detenido, extrañado de aquel comportamiento. La formación del biólogo lo impulsó a determinar si habría relación entre lo que sucedía con los niños, y aquella retirada del mar, cuando un sonido destacó en el ambiente. Era la conocida campana de los carros vendedores de helados.

Los niños dejaron a un lado las ramas con las que intentaban molestar a los cangrejos, y corrieron hacia una pareja.

El biólogo retomó su preocupación por la disminución de la marea, pero, para su extrañeza, el mar se notaba calmo, igual que siempre. La gente en la playa retomaba sus juegos como si solo hubiese pasado un soplo de brisa. Volteó hacia donde estaban los cangrejos, pero no los vio. El mar jugueteaba tontamente con las piedras de la playa. Los niños parecían felices disfrutando de los helados. El visitante los observó, permitiendo que su cerebro descartase cualquier inferencia que hubiese comenzado a desarrollar, y volvió a concentrase en la lectura. Lo último que recordó fue el lunar en forma de estrella que la niña tenía cerca de la oreja izquierda.

© 2017 Miguel Humberto Hurtado

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Conversación en la Forja

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